miércoles, 9 de diciembre de 2015

El demonio de la acedia (2/13)

El demonio de la acedia (2 / 13)
¿Qué es la acedia?

La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia.


Por: P. Horacio Bojorge | Fuente: EWTN 




Hoy voy a tratar con ustedes sobre las definiciones de la acedia, para comenzar con un conocimiento conceptual, que no va a ser suficiente, después tendremos que ver como estos conceptos se realizan en la realidad donde han sido abstraídos, pero comenzamos con las definiciones porque es una manera de abordar este fenómeno tan rico, tan complejo.

Podríamos haber comenzado a la inversa, viendo como se presenta en la realidad, describiéndolo, pero me parece que es útil comenzar por esta descripción porque de la acedia no se habla, no se conoce el concepto de la acedia, raramente se lo nombra, no aparece en la lista de los vicios capitales, siendo que ciertamente dentro del vicio capital de la envidia es la acedia la fuente de toda envidia, porque como veremos la acedia es una envidia, una envidia contra Dios y contra todas las cosas de Dios, contra la obra misma de Dios, contra la creación, contra los santos... Es por lo tanto un fenómeno demoníaco opuesto al Espíritu Santo.

No se habla sin embarco de la acedia como no se habla –en muchos ambientes– acerca de los 7 vicios capitales que conocemos por el catecismo, y de los cuales los santos padres del desierto preferían decir que se trataban de pensamientos. Esto nos hace comprender que los vicios capitales son algo referente al espíritu, se presentan en el hombre y actúan en el hombre como pensamientos, aparecen en su inteligencia y se inscriben después en sus neuronas –vamos a decir así– de modo que esos datos de la inteligencia van dominando el alma del hombre y determinando también su voluntad para que actúe habitualmente haciendo el mal. Son los vicios opuestos a las virtudes, que son los buenos hábitos que le permiten obrar el bien.

La acedia, por lo tanto, es un hecho que debemos conocer y por ser tan desconocido –en mi larga experiencia como sacerdote he visto esta ausencia de conocimiento del fenómeno de la acedia–, o si se lo conoce es tan sólo teóricamente y no se sabe aplicar la definición teórica a los hechos concretos en que ella se manifiesta, hay un desconocimiento muy grande tanto de la teoría como de la práctica de la acedia, no se la sabe reconocer y decir donde está.

Vale por lo tanto la pena dedicarle estos programas al conocimiento de la acedia, porque es de primera importancia tratándose de un pecado capital contra la caridad.

Aunque no se lo sepa tratar este fenómeno de la acedia se encuentra por todas partes, continuamente acecha el alma del individuo, de la sociedad y de la cultura.

En el individuo como una tentación –muchas veces– vamos a ver que es una tentación, no siempre es un pecado, no siempre hay culpa en la acedia, hay culpa en aceptar la tentación de acedia. Por lo tanto se presenta en primer lugar como una tentación, como una tristeza que si uno acepta se puede convertir en pecado, y si uno acepta habitualmente el pecado se puede convertir en un hábito y después hay una facilidad para actual mal, para pecar por acedia, por entristecerse por las cosas divinas.

Este pecado se ha establecido como una especie de civilización, de cultura, hay una verdadera civilización de la acedia, una configuración socio cultural de la acedia, de modo que la acedia se encuentra en forma de pensamientos y teorías pero también en forma de comportamientos acédicos, teorías acédicas, que se enseñan en las cátedras populares o académicas. Pienso en las cátedras populares cuando digo por ejemplo: las peluquerías, allí en las peluquerías se dan doctrinas –muchas veces– y se transmiten muchas veces errores con un falso magisterio, un magisterio que en vez de decir la verdad transmite errores y donde también se transmiten comportamientos equivocados –referentes a todos los vicios capitales, pero en particular referentes a la acedia– como si fueran verdaderos. Me refiero a las cátedras académicas, porque muchas veces hay visiones que se presentan como científicas como por ejemplo todas las historias (leyendas) negras con respecto a la Iglesia, de las obras de los santos, la desfiguración de los santos, la desfiguración de la historia de la Iglesia que se presentan como malas cuando en verdad fueron buenas (por ejemplo las cruzadas o la inquisición), y la acedia es precisamente eso: tomar el mal por bien y el bien por mal.

¿Qué dice la Iglesia acerca de la acedia?, ¿qué nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica acerca de la acedia?, doctrinalmente cual es la verdad acerca de este demonio de la acedia. El catecismo de la Iglesia Católica nos presenta a la acedia entre los pecados contra la caridad, fíjense que importante y que grave, que importante es conocerlo porque es una aptitud y un pecado contra el amor a Dios, y el amor a Dios es nuestro destino eterno, es nuestra salvación, de modo que el demonio de la acedia se opone directamente al designio divino de conducirnos al amor a Dios y de vivir eternamente en el amor de Dios, frustra nuestro destino eterno, que importante es que esto se conozca para podernos defender de él, y que grave es entonces la ignorancia que rodea este fenómeno, este hecho espiritual que en los momentos actuales que está convertido en una cultura que nos rodea por todas partes, que brota y abunda como el pasto en los campos sin que se lo sepa nombrar.

¿Qué dice el Catecismo de la Iglesia Católica?, nos dice que es un pecado contra la caridad, y lo enumera en una serie de pecados contra la caridad, el primero de los cuales es la indiferencia, aquellos que no les importa Dios, los agnósticos que dicen que no saben si Dios existe o no y no les interesa profundizar el tema, se presentan como indiferentes ante el hecho religioso, ante Dios, ante la Iglesia, ante los santos, ante todas las cosas santas, ante los sacramentos, no les dice nada los sacramentos, son indiferentes.

El segundo pecado contra la caridad es la ingratitud, y la indiferencia supone una forma de ingratitud, porque como se puede ser indiferente ante aquel Dios a quien se debe tantos beneficios, empezando por la creación, por la Tierra, por la familia, por el amor, por todos los bienes, por todas las cosas que hacen hermosa la vida. Ante el autor del bien, ¿cómo uno puede ser ingrato con Él?, y que a unos les resulte indiferente, son pecados contra el amor, son ignorancias –a veces– que si no son culposas igual son dañosas, porque la persona indiferente, la persona tibia, ingrata, se priva de estos bienes fundamentales para la vida humana.

El tercer pecado que enumera el catecismo contra la caridad es la tibieza, es decir hay un amor a Dios, hay unas formas de fe, están las virtudes teologales, pero en forma tibia, como dice el Señor en el Apocalipsis “porque no eres frio ni caliente estoy por vomitarte de mi boca”, es una frialdad, una tibieza en el amor divino, y en un mundo frío como en el que estamos los tibios terminan congelándose, nadie persevera en la fe en este mundo frío sino es fervoroso en la fe.

En el cuarto lugar el catecismo enumera la acedia, esta tristeza por los vienes divinos, esta ceguera para los vienes divinos que hace al hombre perezoso para las virtudes de la religión y de la piedad, y es lo que vemos en tantos bautizados que viven en forma tibia la vida cultual y que no van a misa –por ejemplo– son capaces de alegrarse en el culto divino, o de celebrar con alegría verdadera, con gozo verdadero, no con un ruido ostentorio que es a veces como una alegría mundana en el lugar sagrado, sino por la verdadera alegría de Dios, como el gloria nos dice en la Misa: te damos gracias por tu grande gloria, te agradecemos tu gloria Señor, nos alegramos en que tu seas glorioso y que seas grande, y que te manifiestes amoroso y divino en las obras de la creación, en las obras de la salvación, en las obras de tu Divina Providencia que nos acompañan diariamente.

Los que se privan de esto se privan del gozo verdadero, del gozo más profundo, del gozo real para el que fueron creados, y viven aturdidos y quedan a merced de las pequeñas alegrías mundanas, o buscando satisfacer esa tristeza del alma, esa carencia del bien supremo –que alegraría su corazón– por la que el alma se entristece. El salmista dice “¿Por qué estás triste alma mía, por que me conturbas?, espera en Dios que volverás a alabarlo”, el alma sin Dios se entristece, y muchas veces se le proporcionan los gozos y alegrías mundanas que no acaban de saciar su sed de Dios y por lo tanto se sumerge en la sociedad depresiva, en medio de la cual estamos, una sociedad que prescinde de Dios, y por lo cual es una sociedad depresiva y triste, que se deprime.

La gente se agita buscando la felicidad en los bienes terrenos, se le promete que el bienestar va a producir la felicidad, y eso no es así, eso ya lo descartó Aristóteles, el bienestar no es la felicidad, empezando porque el bienestar es siempre transitorio, llega un momento en que irrumpe el malestar y necesitamos un bien que nos haga felices incluso cuando estamos mal, incluso en medio del malestar, por eso es tan importante que no perdamos de vista el verdadero bien, la verdadera felicidad y que no sucumbamos a este demonio de la acedia –de la tristeza– que no sabe alegrarse en los bienes divinos.

Formas de la acedia:
• La indiferencia es ya una forma de acedia, por que si alguien conociera el bien de Dios no podría ser indiferente ante ese bien.
• La ignorancia que no conoce el bien de Dios.
• La ingratitud porque no conoce las obras buenas de Dios, no la reconoce.
• La tibieza porque no conoce el bien de Dios.
Todas estas son formas de la acedia, ceguera para el bien,

¿Y cómo culmina la acedia?, el quinto y último pecado contra la caridad es el odio a Dios, ¿cómo es posible que se llegue a odiar a Dios?, ¿cómo es posible que exista el pecado de la acedia?, parece que estos pecados no son lógicos, si los examinamos no es lógica la indiferencia, no es lógica la ingratitud, no es lógica la tibieza, no es lógica la tristeza por el bien de Dios y no es lógico el odio a Dios, sin embargo es todo un paquete de pecados contra el amor a Dios que bloquea en los corazones el acceso de la felicidad, a la dicha, a la bienaventuranza que comienza aquí en la tierra: el amor de Dios.

El odio a Dios es una consecuencia última de la acedia, una forma última de la acedia, cuando uno no puede conocer el bien de Dios, es indiferente, es mal agradecido o tibio en el amor –formas distintas de la acedia, de la tristeza ante el bien divino– y que culmina precisamente en el odio a Dios, es el ver a Dios como malo, eso es lo demoníaco, la visión satánica es que Dios es malo, ya en la tentación a Eva, Satanás presenta a Dios como un ser egoísta que no quiere comunicarle a Eva los bienes divinos, y que por lo tanto la aboca a apoderarse de ese fruto divino que el egoísmo de Dios le prohibiría, siendo que Dios tiene un momento para entregárselo, Satanás hace que ella se precipite a apoderarse de un amor antes de que ese amor le sea dado.

¿Pero que es propiamente la acedia?, dice Santo Tomás, dicen los santos padres, nos lo dice la Iglesia Católica, que la acedia es una tristeza por el bien, una incapacidad de ver el bien o –en su forma extrema– considerar que el bien de Dios es malo.

La envidia en general es una tristeza mala, la tristeza es de hecho una pasión buena, puede ser mala por dos causas:
• puede haber una tristeza mala porque su objeto es un bien y entonces es una pasión equivocada porque la tristeza es por un mal, cuando alguien se entristece por un bien entonces esa no es una virtud, es viciosa esa tristeza, es propiamente la envidia;
• o también una tristeza puede ser mala porque es una tristeza desproporcionada con el mal que se llora, y en ese caso el tipo de las depresiones o tristezas excesivas.,

La ausencia de tristeza también puede ser mala, no entristecerse por la muerte de un ser querido –por ejemplo– es una falta de tristeza mala. Al revés, entristecerse por un bien del prójimo es envidia, y por eso es mala la envidia. Los hermanos de José le tenían envidia por el amor que Jacob le tenía a José, a su hermano, es un ejemplo típico de la envidia en las Sagradas Escrituras, o Saúl cuando se entristece por los éxitos militares de David y siente que se le roba su gloria, pero veremos los ejemplos bíblicos en otro momento, ahora nos toca ver a la acedia como tristeza, tristeza por el bien de Dios, y esta tristeza puede ser por una ignorancia del bien, simplemente una ceguera por el bien, San Pablo dice por ejemplo –refiriéndose a las personas que no conocen al creador a través de las obras divinas– que por eso el Señor los entrega a sus pasiones, porque pudiendo conocer a Dios a través de sus obras no lo conocieron, esta ceguera para conocer al Señor es una de las formas de la ceguera de la acedia.

La acedia, es por lo tanto, esta ceguera por el bien de Dios que se extiende también a todas las cosas divinas, se extiende a Nuestro Señor Jesucristo quien, por ejemplo, llora sobre Jerusalén y dice “si conocieras el bien de Dios que hoy te visita”, Jerusalén tiene al Mesías delante de los ojos y no sabe reconocer la presencia de su Salvador, eso es la acedia, esa ceguera que nos permite estar delante del bien sin conocerlo, es gravísima esta ceguera, nos priva del bien, Jerusalén se esta privando de quien viene a visitarla, y por eso Jesús llora sobre ella.

Veamos ahora oro aspecto de la definición de la acedia que nos puede seguir iluminando acerca de su naturaleza. Escrutemos un poco la etimología de la palabra acedia viene del latín “acidia” y tiene relación con otras palabras: acre, ácido... de modo que ya en su etimología se nos sugiere que la acedia es una forma de acides donde debería haber dulzura, en vez de la dulzura del amor de Dios –porque el amor es dulce– se nos vende esta acides, es como la fermentación de un vino bueno que produce un vinagre. A Nuestro Señor Jesucristo se le ofrece en la cruz, en vez del amor un vinagre que es simbólico, para su sed de amor se le ofrece vinagre y no la dulzura del amor divino, del amor de sus fieles, de los discípulos, y ese es el drama de Dios, en el fondo sigue siendo el drama de Dios el no recibir amor por amor, y recibir acides por amor.

Pero la palabra latina acidia viene a su vez de la palabra griega άκηδία (akedía) en griego se usa especialmente como la falta de piedad con los difuntos a quienes no se les da los honores que se les debía según la cultura griega, el descuido del culto a los antepasados familiares, la falta de piedad, de modo que es también una ceguera, una falta de consideración, una falta de amor a aquellas personas y a aquellos dioses que se deberían honrar y amar.

Llegamos al fin de de esta exposición acerca de la naturaleza de la acedia y nos conviene ahora recoger las consecuencias funestas de esta acedia para la vida espiritual.

Tomo de un diccionario de espiritualidad lo que se nos dice acerca de las consecuencias de la acedia, dice: Al atacar la vitalidad de las relaciones con Dios, la acedia conlleva consecuencias desastrosas para toda la vida morra y espiritual. Disipa el tesoro de todas las virtudes, la acedia se opone directamente a la caridad –es el pecado contra el amor, a Dios y a las criaturas– pero también se opone a la esperanza, a los bienes eternos –porque no se goza del cielo–, contra la fortaleza –porque el gozo del Señor es nuestra fortaleza, donde falta el gozo del amor de Dios no hay fortaleza para hacer el bien–, se opone a la sabiduría, al sabor del amor divino, y sobre todo se opone a la virtud de la religión que se alegra en el culto –¿por qué están desertando los católicos, en tantos países, del culto dominical?, ¿y por qué también a veces el culto dominical decae de su calidad de culto gozoso en el Señor y a veces se hecha mano de una bullanguería ruidosa pero que no celebra la verdadera gloria del Señor, volviéndose más bien un espectáculo que procura distraer o entretener para tapar el aburrimiento de un alma que no sabe alegrarse en Dios–, se opone por lo tanto a la devoción, al fervor, al amor de Dios y a su gozo. Sus consecuencias se ilustran claramente por sus defectos o, para usar la denominación de la teología medieval, por sus hijas: la disipación, un vagabundeo ilícito del espíritu, la pusilanimidad, el pequeño ánimo, la torpeza, el rencor, la malicia. Esta corrupción de la piedad teologal, da lugar a todas las formas de corrupción de la piedad moral, también origina males en la vida social, en la convivencia –no digamos nada en la vida eclesial, donde las personas se alegran del bien que Dios hace en otro porque no lo hace en uno–, la detracción de los buenos, la murmuración, la descalificación por medio de las burlas, las críticas y hasta las calumnias a los devotos.

Que importante conocer este mal del que nos seguiremos ocupando.

Queridos hermanos agradecemos las luces de Dios y de la Iglesia sobre este demonio de la acedia que nos pone en guardia contra él, y le pido al Señor los bendiga y los proteja –por medio de San Miguel Arcángel y el Ángel de la Guarda– de este demonio de la acedia, que nos ataca por dentro, desde el fondo de nuestro corazón, de nuestra alma, pero que también nos ataca desde la cultura que nos rodea. Nos encontraremos entonces en el próximo capítulo, donde seguiremos profundizando e iluminando este peligro que nos rodea y que es importante conocer.
El demonio de la acedia (3 / 13)
La Acedia es una tristeza por el bien, por los bienes últimos, es tristeza por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios. Nuestra cultura está impregnada de Acedia.


Por: P. Horacio Bojorge | Fuente: En mi sed me dieron vinagre. La civilizaci?e la acedia. 




La Acedia en las Escrituras

En el capítulo anterior vimos la definición de la acedia, en este capítulo nos dedicaremos a ver casos bíblicos de acedia. La Sagrada Escritura está centrada en la obra salvadora de Dios y en el amor a Dios, y por lo tanto, si la acedia es un pecado contra el amor lo veremos allí porque la Escritura nos habla tanto del amor de Dios como de los pecados contra el amor.

Ya desde el comienzo, en la Sagrada Escritura, vemos que después de que Dios a creado a Adán y Eva y que a plantado el Jardín del Edén, en el medio del jardín ha puesto el árbol del amor de Dios y le ha encargado al varón que lo vigile contra el mal uso que él puede hacer del amor queriendo apropiarse del fruto del amor antes que se le de, porque nadie puede apropiarse del fruto del amor, no podemos faltarle el respeto a la libertad del que ama queriendo apoderarnos de su amor.

Y ya el comienzo del drama bíblico es que Eva, tentada por Satanás, quiere apoderarse del fruto del amor de Dios, que Dios pensaba darle en su momento, y que nos dio efectivamente en la cruz. En el árbol de la cruz nos ha dado el fruto del amor, y ya no nos prohíbe que lo tomemos contra su voluntad sino que nos manda recibirlo. Curiosamente Eva pecó por querer apoderarse del amor antes de que se le diera y actualmente –que el amor de Dios está ofrecido– sus descendientes lo menosprecian y no quieren recibirlo a causa precisamente de los pecados contra el amor, de la indiferencia, de la ingratitud, de la tibieza y hasta del odio.

Hemos visto –en la historia reciente del mundo– odio contra Nuestro Señor Jesucristo, odio contra el crucifijo. Leía en estos días la historia de una religiosa que en tiempos de tiempos del gobierno Nazi en Alemania, por haber dejado los crucifijos puestos en el hospital donde ella trabajaba sufrió la pena de decapitación... odio al crucifijo, ¿qué mal puede hacer el crucifijo?, yo tengo en mi habitación en Uruguay un crucifijo, que llegó a mi por caminos distintos, y es un crucifijo que fue echado de una escuela pública por el gobierno en 1907, hace ya más de un siglo, en el momento que se sacó el crucifijo de todos los hospitales y de las escuelas públicas, ahí tenemos un ejemplo del odio a Dios, del odio a Jesucristo, se lo considera como una mal.

En las Sagradas Escrituras tenemos dos ayes proféticos que nos describen lo que es la acedia.

Leemos en el libro del profeta Jeremías, en el capítulo 17, versículos del 5 y 6, el primero de estos dos ayes proféticos que nos ilustran acerca de la acedia. Dice el profeta Jeremías:

¡Maldito el hombre que confía en el hombre
y hace de la carne su apoyo,
apartando del Señor su corazón!
Él es como un tamarisco en el desierto de Arabá
que no verá el bien cuando venga.

Se trata del hombre que confía en lo humano y aparta su corazón de Dios, que pone su confianza en la carne, en las cosas de este mundo, que no cuenta con Dios en sus asuntos personales. Pero también, no solamente del individuo, sino del tipo humano, el hombre moderno podemos decir que pone su confianza exclusivamente en las cosas humanas y no cuenta con Dios, no quiere que Dios gobierne su vida social ni su vida política, y por lo tanto confía solamente en lo humano. Se trata, pues, no solamente de un individuo, sino de un tipo humano, de esta civilización en la cual estamos que se aparta de Dios, aparta su corazón de Dios, incluso algunos que lo honran con sus labios merecen el dicho de Isaías “este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mi”.

¿Y qué le pasa a este hombre que cuando viene el bien, no lo ve?, ¿cuando viene el Mesías, no lo reconoce?. Ese árbol, del desierto, dice que no ve la lluvia cuando la lluvia viene –allí se trata del bien de la lluvia–, sabemos que en la Sagrada Escritura la lluvia es un símbolo de los bienes mesiánicos, de los bienes de Dios, de la gracia divina que desciende de lo alto y fecunda la tierra con los frutos del amor humano. Pues bien, este no ver los bienes de Dios, esta ceguera para el bien, es la primera forma de la acedia. Ser ciego para el bien de Dios, ser ciego para las obras de Dios, y esa ceguera es la que explica las definiciones del Catecismo de la Iglesia Católica en la que se nos dice que la acedia es indiferencia, tibieza, ingratitud y por fin odio.

El segundo ay profético es el del libro de Isaías que en su capítulo quinto leemos:

¡Ay, a los que llaman al mal bien y al bien mal;
los que dan la oscuridad por luz,
y la luz por oscuridad;
que dan lo amago por dulce y lo dulce
por amargo! ¡Ay, los sabios a sus propios
ojos, y para sí mismos discretos! (Isaías 5, 20-21)

El árbol del paraíso era el árbol de la vida divina, por lo tanto el árbol del amor, pero ese amor daba el conocimiento del bien y el conocimiento del mal. Ese don del fruto del amor iba a transmitirle precisamente al hombre –a los primeros padres– el conocimiento del bien, –que es lo que nos lleva al amor, que es el amor de Dios–, y del mal –que es lo que se opone al amor, nos aparta del amor–.

Esa primera ciencia que estaba en el árbol de la vida, y de la que quiso participar Eva apropiándose por la fuerza de ella, por la desobediencia, esa sabiduría es la que contradicen estos sabios a sus propios ojos que juzgan –sin amar– lo que es bueno y lo que es malo.

Estos dos ayes proféticos nos muestran a la acedia, por un lado, como una ceguera, como una apercepción, no se percibe, se es ciego ante el bien, pero también como una dispercepción, como una perversión de la mirada, que mira lo bueno como malo y lo malo como bueno, lo luminoso como oscuro y lo oscuro como luminoso. Hay toda una filosofía que se llama de la ilustración que invocando ser la luz se opone a la luz divina y fue una filosofía en gran parte incrédula y opuesta a la luz del cristianismo.

En la cultura nuestra podemos aplicar estos dichos bíblicos y por eso esta galería de casos de acedia que voy a tratar de sintetizar, por que son muchísimos en la Escritura. La Escritura es la historia del amor de Dios, pero es también la historia de la oposición demoníaca al amor divino. Ya desde el primer acto de la creación, de ese drama de la creación, en el primer acto Dios crea al varón y a la mujer, les da su designio sobre la tierra, y en el segundo acto aparece ya la serpiente, el demonio en forma de serpiente, para oponerse a la acción divina, para cortar el desarrollo de ese drama sagrado que iba a ser la historia de la humanidad.

El primer caso bíblico, que me parece muy ilustrativo acerca de la acedia, se presenta en un episodio de la vida de Jesús que es la cena en Betania poco antes de su Pasión. Leemos en el evangelio que “Seis días antes de su Pasión, Jesús vino a Betania, donde se encontraba su amigo Lázaro a quien había resucitado de entre los muertos y le ofrecieron allí una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con Jesús sentados a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo puro, muy caro, y ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa entera se llenó con el olor del perfume” (Jn. 12, 1-3)

Y el evangelio prosigue contando que “Judas Iscariote, uno de los discípulos de Jesús, el que lo había de entregar, dijo: ¿Por qué no se ha vendido ese perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres? (Jn. 12, 4-5)

Aquí tenemos un ejemplo claro de cómo, el que está fuera del amor, no reconoce la bondad de los actos del amor. Ese perfume de nardo puro que María derrama amorosamente en los pies de Jesucristo, es un don del amor, y ese derroche del amor solo lo comprende el que ama. En cambio Judas, que está fuera de la perspectiva del amor a Jesucristo, piensa que es un derroche, es una especie de sacrilegio contra la filantropía, contra el amor a los pobres. Parece que está reñido el amor a Dios y el amor a los pobres. Ay un escándalo que el que no está dentro del amor no comprende.

Muchas personas que están fuera del amor a la Iglesia, del amor a la vida cristiana, se escandalizan de ciertas cosas, de repente de los cálices sagrados o –de lo que se dice por ahí– las riquezas del Vaticano, que son precisamente el derroche del amor de los católicos. Los católicos que aman su Iglesia no tiene empacho en gastar en su Iglesia, en el Papa, en las cosas santas, en la sede del magisterio para todo el mundo, pero el que está fuera de la Iglesia no comprende los actos del amor.

Por eso este ejemplo bíblico nos ilustra acerca un tipo de acedia que consiste en eso, es la mirada acediosa del que está fuera del amor sobre los actos de amor que hace el que ama. A veces una mamá se puede escandalizar de que su hijo gaste tanto en su novia, (en perfumes y en flores), porque hay que estar dentro del corazón del novio para comprender el sentido de esos obsequios. Algo parecido pasa también con los dones del culto divino en la que los fieles derrochan no solo la riqueza de sus sentimientos sino también de sus bienes.

Otro tipo de acedia se muestra en el episodio del traslado del arca, cuando David traslada el arca en medio de una gran fiesta popular, y el va danzando delante del arca vestido con un atuendo sacerdotal, y su esposa Mikal, la hija de Saúl, no va en la procesión sino que mira desde una ventana del palacio y siente como vergüenza de que el rey se ponga en esa aptitud de bailar delante del arca.

Leemos en el libro segundo de Samuel, capítulo sexto, versículos 5 y siguientes: “David y toda la casa de Israel bailaba delante del Señor con todas sus fuerzas, cantando con cítaras, arpas, adufes, castañuelas, panderetas, címbalos... David danzaba con toda sus fuerzas delante del Señor, ceñido con un efod de Lino (vestido sacerdotal). David y toda la casa de Israel subían el Arca del Señor entre clamores y sonar de cuernos. Cuando el Arca entro en la ciudad de David, Mikal, hija de Saúl, que estaba mirando por la ventana vio al rey David saltando y danzando ante el Señor y lo despreció en su corazón” (2 Samuel 6, 5, 14-16).

Ella estaba ciega para el sentido religioso de la danza de David. Esto me hace recordar, queridos hermanos, un episodio que he visto en mi país, en el Uruguay, durante la Semana Santa, cuando se realizan muchos actos que rivalizan con los misterios cristianos, –entre ellos una vuelta ciclística que recorre el Uruguay–, estando yo en un pueblecito del interior pasaba en Semana Santa esa vuelta ciclística, y todo el pueblo estaba en el cordón de la vereda mirando, festejando a los ciclistas que pasaban, todos con la curiosidad y simpatía que en un pueblo pequeño se sabe brindar para todo lo humano. En la noche del Viernes Santo nosotros pasamos con el Vía Crucis, y no había la misma atmósfera, había una especia de vergüenza o de aversión, la gente no salía con el mismo entusiasmo a ver simpáticamente lo que nosotros hacíamos, como que se retiraban, se escondían en la confitería o en la heladería, y nos dejaban pasar sin ningún interés, como castigando el paso de algo que les parecía vergonzoso. Recuerdo que al día siguiente una señora de la parroquia me decía “Padre, yo me sentía como una payasa anoche”, y claro, pueblo chico donde todos se conocen, ella pasa en el Vía Crucis y los amigos que en otros momentos la saludan se esconden de ella... ¿cómo no sentirse así?, es una forma de la acedia.

Que esta vergüenza de Mikal por David nos enseñe a reconocer como acedia a esa vergüenza social ante las manifestaciones públicas de la fe cristiana.

¿Y qué le responde David a su mujer?, la respuesta es: “Yo danzo en la presencia del Señor (y no como tú dices, delante de las mujeres de mis servidores), danzo delante de Él porque Él es el que me ha preferido a tu padre y a toda tu casa para constituirme caudillo de Israel” (2 Samuel 6, 21-23).

David estaba lleno de gratitud hacia el Señor, es lo contrario del ingrato, y por eso no podía ser indiferente al Señor, por eso no podía ser tibio en las manifestaciones de su fervor religioso.

Otro ejemplo bíblico lo encontramos en el libro primero de Samuel, en el capítulo sexto, nos cuenta que los filisteos habían conquistado el Arca de la Alianza en una batalla, el arca había ocasionado una peste entre los filisteos y decidieron devolver el Arca en una carreta tirada por vacas, que llegó al campamento de Israel en el momento de la ciega. Y todos los israelitas suspendieron un acto tan importante como es la ciega, para recibir entre bailes y danzas al Arca del Señor, sacrificaron los animales que venían tirando de la carreta y ofrecieron un holocausto al Señor.

Hubo una familia que no se alegró con la venida del Señor, la familia de los hijos de Jeconías no se alegró sino que se entristeció, consideraron que era un momento inoportuno para que llegar el señor, cuando tenían que levantar la cosecha, porque un trastorno del tiempo podía arruinarles la cosecha, arruinar el esfuerzo de todo un año, y por lo tanto no se alegraron, y nos cuenta el texto bíblico que: “De entre los habitantes de Bet Semes, los hijos de Jeconías no se alegraron cuando vieron al Señor y a causa de la mezquindad del corazón de los hijos de Jeconías, el Señor castigó a setenta de sus hombres. El pueblo hizo duelo porque el Señor os había castigado duramente” (1 Samuel 6, 19)

Este relato, pienso yo, nos enseña a reconocer ciertos fenómenos culturales que se presentan como el Dios inoportuno, no es la oportunidad de festejar al Señor, tengo tanto que hacer que esta misa dominical trastorna mis planes, mis proyectos. No se alegrarme con el Señor porque estoy tan ocupado, las preocupaciones de este mundo impiden que yo reciba con gozo la palabra del Señor. El Señor en la parábola del sembrador nos habla también –de otra manera– de este fenómeno; hay quienes reciben la palabra del Señor como una semilla caída junto al camino que vienen otros pensamientos –los pájaros– y roban la palabra del Señor, otros que la reciben, pero no tienen profundidad, entonces la palabra del Señor no puede arraigar en ellos, y otros que la sofocan entre los pensamientos de este mundo, que es como si la planta se sofocara entre las espinas.

Hay muchos otros ejemplos vivos, queridos hermanos, que nos muestran como a veces la acedia se manifiesta en burla a los varones santos, hay un ejemplo en la vida de Eliseo en la que estaba él subiendo hacia la ciudad santa, salieron unos chicos que comenzaron a burlarse del profeta –que se había afeitado completamente su cabeza–, el profeta se enojó con ellos y los maldijo, salieron unos osos del bosque y mataron a muchos de esos niños. Uno puede asombrarse de este gesto del profeta como de una ira extemporánea con muchachos poco maduros, pero el profeta sin duda vio que la burla de estos niños venía de unos padres que no respetaban a los profetas, y que esos niños que hoy se burlaban de los profetas iban a ser los padres de los niños que mañana los matarían, el vio entonces que la burla era una forma inicial de la acedia que no hay que menospreciar; esto nos también pie para comprender como muchas veces en nuestra cultura se burlan de las cosas santas –ya sea en espectáculos públicos, ya sea en seriales de televisión o en películas–, esas burlas a las cosas santas preparan una persecución sangrienta, preparan la falta de respeto a las cosas divinas, a Dios, a Cristo y a su cuerpo místico que es la Iglesia, entonces podemos advertir también en esos fenómenos y ponerles nombre llamándolos –a la luz de estos ejemplos bíblicos– por su nombre: eso es acedia, es reconocerlos como fenómenos demoníacos.

El pecado de Caín es un pecado de acedia también, porque se enoja porque la ofrenda de su hermano Abel es grata a Dios, por ver a Dios contento, entonces uno puede preguntarse ¿y por qué él ofrece una ofrenda a Dios sino para verlo contento?, ¿acaso Caín hace su ofrenda con algún otro motivo?, y si lo ve contento a Dios con la ofrenda de su hermano ¿por qué se entristece?, ¿por qué se llena de envidia?, al fin mata a su hermano porque le es grato a Dios.

Los santos padres han visto precisamente en Abel la figura de Nuestro Señor Jesucristo que despertó envidia, en la Sagrada Escritura vemos que Nuestro Señor Jesucristo fue muerto por celos, por envidia, y que también los apóstoles fueron perseguidos por celos y por envidia. Incluso San Pedro, queridos hermanos recordemos la acedia de San Pedro porque él no estuvo libre de acedia, cuando Jesucristo le anunció su destino sufriente Pedro lo consideró como un mal y Nuestro Señor Jesucristo le dijo “apártate de mi Satanás, porque tus pensamientos no son los pensamientos de Dios”.

Queridos hermanos esto nos enseña que muchas veces no comprendemos que el sufrimiento por el amor es un bien, y al fin terminamos calumniando el amor, Pedro no veía que este sufrimiento Nuestro Señor Jesucristo lo aceptaba por amor al Padre, por obediencia al Padre, y que era el camino que nos mostraba también a nosotros: que las cruces de la vida cristiana no son malas, no hacen mal al bien, al contrario no invalidan al amor, al contrario el amor sabe sacrificar y asume el sacrificio –con dolor, con tristeza– pero lo asume por amor. La fuerza que hay detrás de esos sufrimientos es el amor, el amor sabe sacrificar. El amor al Padre merece que también nosotros sacrifiquemos y que asumamos gozosamente el dolor, por eso el gozo del Señor es nuestra fortaleza, el gozo del amor de Dios es el que nos hace fuertes en nuestras tribulaciones, pero claro, el que está fuera del amor no comprende esto.

Queridos hermanos, llegamos así al final de este capítulo sobre el demonio de la acedia, hubiera querido tener más tiempo para poderles explicar más hechos de la Sagrada Escritura, continuaremos, si Dios quiere, en el próximo capítulo, y mientras tanto que el Señor los bendiga y los guarde en su paz.